Compartiendo aleteos de otros vuelos...

viernes, 18 de mayo de 2007

El mástil, perfecto, enorme, cual autopista de seis carriles en perspectiva, seis carriles musicales trasteados con total precisión. Tensas, anhelantes, vibrando de espectación, manteniendo bien amordazado y en silencio el sonido, ya vivo, que forcejeaba en su interior, esperando tan solo que un dedo las pisase y el otro las pulsase. Lo hice. Puse un dedo y di un ligero toque. La cuerda pegó un trallazo y quedó zumbando al tiempo que emanaba una nota larga y restellante, amplia, pletórica, consistente; una nota que salió despedida a toda velocidad hasta que chocó con una montaña a varios kilómetros y volvió hasta mí, hasta la fuente de la que aún seguía emanando, sin que mi oído le perdiera el rastro ni por un instante. Quedé embelesada. El sonido era algo físico que viajaba por el espacio a considerable velocidad, algo que yo podía notar y seguir sin problema. Ataqué un acorde. Estalló una armonía intachable que cubrió todo el paisaje y me produjo una cálida, profunda emoción. Fue un acorde simple y sin embargó quedó vibrando e hizo que, sin dejar su condición de invisible, la música se volviera corpórea, luminosa, coloreada, y quedara suspendida en el espacio durante una eternidad.

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